Salimos de Madrid con lluvia y la preocupación de que, tan al norte, el tiempo no nos acompañara en el viaje. Cuando bajamos del avión, de camino a la estación de metro que nos llevaría al centro, sin ser capaces de entenderlo, algo sucedía a nuestro alrededor.
Llegar del aeropuerto a la ciudad es muy sencillo, basta coger la línea M2 (amarilla) que va desde Lufthavnen/Airport hasta Vanløse y apearte, por ejemplo, en Christianshavn (octava parada) para estar disfrutando en quince minutos del famoso puerto de Copenhague y sus canales.
El metro es de los más modernos de Europa y alterna tanto tramos subterráneos como en superficie. Se abrió en el año 2002 y, actualmente, cuenta con cuatro líneas, cerca del sesenta estaciones y una longitud de treinta y seis kilómetros.
Cada tren lo forman tres coches articulados (6 puertas automáticas). Recomendamos intentar montar en el primer vagón y alucinar con una de sus curiosidades: no llevan conductor y es posible sentarse junto al cristal delantero para sentirse durante unos minutos conductor de metro. Para reducir el impacto han simulado una consola con controles que dan más realismo al sueño.
Si no dominas el inglés o el danés no te preocupes porque, al menos en el aeropuerto, la pantalla táctil para sacar el billete es muy intuitiva y, en caso de dificultad, hay personal de apoyo que te atenderá y ayudará. IMPORTANTE: los billetes tienen un tiempo de uso limitado. No hace falta validarlos como en otros países de Europa, por ejemplo España.
Al salir de Christinashavn y tener el primer contacto con la calle, volvió la sensación inicial que seguíamos sin comprender. Lucía un sol extraño pero sol al fin y al cabo. La respuesta no tardó en llegar en cuanto nos situamos en la acera para cruzar la carretera; reparamos en la falta del ruido habitual con el que convivimos, en nuestro caso, en Madrid.
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Copenhague, junto a Ámsterdam, representa el paradigma del civismo en Europa. Los pocos coches que se ven son ecológicos y es la bicicleta la verdadera protagonista del transporte por la ciudad. En 1970 había más de tres coches por bicicleta, mientras que desde el año 2016 son ellas las que se han hecho con el control de las calles (unas 700.000).
El sistema de carriles de bici (más de 350 kms) y de aparcamientos por toda la ciudad es notorio, por no hablar de la facilidad para alquilar una a buen precio: 75 Dk (10€) al día o 350 Dk (50€) por semana. También está la opción de coger una bicicleta pública gratuita para desplazarse por el centro. En Dinamarca, nueve de cada diez personas poseen una bicicleta, recorren sobre ella una media de 1,4 kms al día y representa el 21% de los viajes de menos de 10 kms y el 15% de todos los viajes.
En Copenhague saben que utilizar la bicicleta como medio de transporte es barato, ecológico y beneficioso para la salud. Cada kilómetro recorrido en bicicleta en lugar de en coche supone un beneficio para las arcas de la Seguridad Social de 1€.
Los jóvenes van en bicicleta, los niños van bicicleta, los mayores van en bicicleta, el bróker va en bicicleta, el panadero va en bicicleta y ¿los padres con los más pequeños? También, se mueven con ellos metidos dentro en unos grandes canastos delanteros con capota que los protegen del frío.
Como curiosidad daré un dato: esta forma de transporte de los más pequeños, incluso de mercancías, se inventó en Christiania, de la que hablaremos en otra entrada porque merece un capítulo aparte. Los más bajitos, al vérseles sólo la cabeza, se asemejan a pollitos en el nido. Hay bicicletas por todas partes aparcadas, apiladas, tiradas, abandonadas, nuevas, antiguas, sobrias, pintadas de colores…eso sí, la inmensa mayoría, sin candado a pesar de que el delito más frecuente en Copenhague es la desaparición de bicicletas; no digo robo porque muchas veces, por equívoco de un dueño contento tras unas cervezas confunde u olvida dónde dejó aparcada la suya, agarrando la primera cansado de dar vueltas.
Alcaldes de todo el mundo viajan a Copenhague para intentar copiar el modelo ciclable.
El segundo comportamiento que nos enamoró fue el civismo del que hacen gala los copenhaguenses. En el borde de la acera miramos para un lado, miramos hacia el otro y, a pesar de no venir ningún vehículo, las personas esperaban pacientemente a que el semáforo les diera paso. Estuvimos tentados, Gaviota más que yo, de cruzar abalados por el grado de temeridad adquirido tras haber sobrevivido en Delhi o el Cairo. Respetando la máxima viajera de `donde fueres haz lo que vieres` esperamos y rendidos disfrutamos de la utopía de que algún día sucederá lo mismo en cualquier parte del planeta.
Los daneses respetan la Ley, son confiados entre ellos y aceptan instituciones como son el gobierno y la monarquía (a pesar de pagar altos impuestos que van del 35 al 53%). El sistema sanitario es gratuito para el paciente y las escuelas y universidades también. La idea principal es que todos deben contribuir a la comunidad y, a cambio, la comunidad ayudará a cuidar de todos. En el mundo empresarial se supone que las personas son honestas hasta que se demuestre lo contrario.
Copenhague es una ciudad SEGURA con un 82,4 sobre 100 en índice de seguridad. The Economist la tituló como la ciudad más segura para viajar, donde su baja tasa de criminalidad permite ir a todos los rincones que queramos conocer con la tranquilidad de que no va a pasarnos nada. Las cárceles están prácticamente vacías, hay tres comisarías y no existe el fraude fiscal ni la corrupción.
Ahí estábamos nosotros; una cubana y un alcalaíno, alucinando con nuestras mochilas en una ciudad sin ruido en la que se respeta la ley hasta en su mínima expresión como es un semáforo. Repuestos de la primera impresión, entre puestos ambulantes de artesanía y salchichas, encaramos Nyhavn para localizar nuestro hotel que nos depararía otra sorpresa.